En 1830 Fernando VII promulgó la Pragmática Sanción, ley que restablecía el tradicional derecho sucesorio castellano de Las Partidas de acceso al trono de las mujeres si el monarca moría sin descendencia varonil.
En virtud de aquella norma, Isabel, hija de Fernando VII y de su cuarta esposa, Maria Cristina de Borbón, niña de tres años incumplidos, fue jurada Princesa de Asturias, y muerto su padre, en el mismo año, proclamada reina de España, bajo la tutela y regencia de su madre.
Pero su tío, Carlos María Isidro, en aras de la vigencia de la Ley Sálica, que impide el acceso femenino al trono, ya derogada por Calos IV y Fernando VII, se negó a reconocer como Princesa de Asturias y Reina a su sobrina, lo que desató la primera guerra carlista y dividió al país en dos bandos irreconciliables: cristinos o liberales, partidarios de la Regente y de su hija Isabel, apoyados por Francia e Inglaterra, países constitucionales; y los carlistas o absolutistas, defensores de la iglesia y de la tradición y ayudados de Prusia, Austria y Rusia.
La regencia de Maria Cristina, marcada por la guerra carlista, obligó a la Regente a buscar el apoyo de los liberales, los cuales veían en la opción isabelina posibilidades a sus ideas de progreso, y cuya consecuencia fue el Estatuto Real de 1834, que si supuso un retroceso frente a la Constitución de Cádiz, no obstante, la corona cedía poder político a las Cortes, -aunque se reservaba amplios poderes-, pero la Constitución Progresista de 1837, afirmaba el principio de soberanía nacional y la practica parlamentaria de un sistema bicameral: Congreso y Senado. Con estas reformas se dio un paso decisivo hacia las trasformaciones socio-económicas que alumbran el desarrollo de la sociedad capitalista, el liberalismo político y la modernización del país.
Sin embargo, la hostilidad de la Regente hacia los liberales y su política, su remilgos absolutistas, su matrimonio morganático, la preferencia por los moderados, en detrimento de los progresistas, las ramas que su actuaciones dividió a la familia liberal, su fracasado intento golpe palaciego, que costó la ejecución de los míticos cabecillas: Montes de Oca y Diego de León, dieron lugar a un creciente malestar social y a pronunciamientos militares que obligaron a la Regente a exiliarse y cuya regencia ocupó el general Espartero, jefe del Partido Progresista y héroe contra la Guerra Carlista, - Convenio Vergara y derrota de Cabrera en el Maestrazgo-.
Derrotado Espartero, después de tres años de predominio político progresista, y para evitar nueva regencia, se decidió adelantar la mayoría de edad de Isabel II, quien, por tanto, comenzó su reinado personal con solo trece años, pero su carácter aniñado, sin dotes de gobierno y presionada por su madre, la Corte, y los generales: Narváez, Espartero, O´Donnell, crearon una situación compleja de altibajos, que marcaron la política del resto del siglo XIX y parte del siguiente, e impidió que el tránsito del antiguo régimen absolutista a un modelo liberal, culminase favorablemente a las necesidades de progreso y del país.
Y en lo sucesivo, Isabel II inclinó sus preferencias hacia los moderados, e incumpliendo sistemáticamente su papel arbitral de reina constitucional, pues siempre llamó al mismo partido a formar gobierno, lo cual obligó a los progresistas a recurrir a la fuerza para tener opción de gobierno, con pronunciamientos militares, insurrecciones, algaradas callejeras.
La ignorancia y candidez de Isabel II se complicaron con su insatisfacción sexual, fruto del desgraciado matrimonio que, por razón de Estado, le impusieron a los dieciséis años de edad con su primo Francisco Asís, hombre apocado y homosexual, o bisexual según los diversos autores y al que la reina odiaba. Esto fue, sin duda, una elección desacertada que abocó a la infelicidad de Isabel y a la separación de los cónyuges en los primeros meses de la boda y que ella intentó compensar con una intensa y criticada vida amorosa, en brazos de una sucesión de amantes reales que, lógicamente adquirieron influencia e interfirieron en las decisiones de la corona. A Isabel II le nacieron once hijos, de los que solo cuatro llegaron a la edad adulta: Isabel, Alfonso, Pilar y Eulalia.
Uno de estos amantes, un rico llamado Santaella, sufragó los gastos de una estatua de Isabel II, que se ubicó en una plaza de Madrid, y el día de su inauguración apareció pegado sobre la escultura un quinteto que decía:
"Santaella de Isabel
costeó la estatua bella
pero el eco del bulgo fiel
dice que no es santo él
ni tampoco santa ella."
No obstante, la España del reinado de Isabel II evolucionó respecto a la heredada de su padre, Fernando VII, sobretodo en el terreno económico, obras públicas -redes de carreteras y ferroviarias, canal de Isabel II - y estructura social, Pero estos cambios, vertiginosos en Europa, -la revolución industrial que cambiaba completamente la economía-, en España son lentos e inconstantes, pues la permanente guerra carlista y la incapacidad de organizar un estado liberal, impidió un proceso real de industrialización que se llevó a cabo en un país desarticulado, donde el desarrollo se daba sobretodo en la periferia -Cataluña, Málaga, Sevilla, Béjar, Alcoy-, por empresarios sin capacidad y unos dirigentes, que no solo no les apoyaban, sino que les veían con desconfianza
Isabel II reinó durante un periodo de transición en España, en la que la monarquía cedió poder al parlamento, pero puso continuas trabas a la participación ciudadana. Así, en el terreno de las luchas por las libertades democráticas, el falseamiento de las instituciones y la corrupción electoral -ningún partido perdió unas elecciones que hubiera organizado-, su reinado es la historia de un fracaso, y si hubo cambios fue por la interferencia de una casta miliar que cambiaba gobiernos a base de pronunciamientos de uno u otro signo.
Es una historia azarosa, como la época a la que ella dio nombre, que la harían pasar de una imagen positiva, de gozar de un gran cariño entre su pueblo, de ser la enseña de los liberales, frente al absolutismo, y una especie de símbolo de libertad y progreso, a ser repudiada y condenada como la representación misma de la frivolidad, lujuria, crueldad y deshonra de España, que intentaría barrer la revolución de 1868.
A más, los escándalos de palacio, aireados por su propio esposo, y de la camarilla religiosa oscurantista palaciega de la Corte, de consejeros y confesores, los padres Claret y Fulgencio y de la estrambótica moja de las llagas, sor Patrocinio, que aprovechando el sentimiento de culpabilidad y accesos religioso de la reina, hicieron sentir también su presencia y fueron causa de su descrédito ante el pueblo y la opinión liberal.
Isabel II, desde el comienzo de su reinado. inauguró la tónica de aupar diez años ininterrumpidos, 1844-54, de gobierno moderado, en el que el poder estuvo dominado por Narváez, que plasmó la Constitución de 1845, que refuerza el poder de la corona frente a los órganos de representación nacional, anula las conquistas del liberalismo progresista, paraliza el proceso de Mendizábal, establece relaciones con el papado que reconoce la legitimidad de Isabel II y se obliga a sostener el culto en compensación de los bienes de la iglesia desamortizados.
El descontento liberal, contra esta política represiva y absolutista, provocó una sublevación de O`Donnell, que dio paso al Bienio Progresista, 1854-56, marcada de nuevo por la influencia de Espartero. Pero una nueva interferencia militar abrió un proceso de alternancia entre los moderados de Narváez y un tercer partido de corte centrista, que duró cinco años, La Unión Liberal, liderado por O´donnell, que tuvo que desbaratar la intentona carlista de San Carlos de la Rápita, donde fue hecho prisionero el conde de Montemolín que hubo de renunciar a sus derechos para recobrar la libertad.
Pero los progresistas, excluidos del poder, se inclinan por la vía insurreccional, y esta vez exigen el destronamiento de Isabel, acusándola de intervensionismo partidista y desleal a la voluntad nacional, lo que acabó por causar su final, al dar paso a la revolución de 1868.
La situación no era fácil, O´Donnell se retiró agotado de la vida política. Muerto Narváez el 23/04/68, le sucedió el autoritario, González Bravo, que ordenó a la guardia civil disolver la manifestación de catedráticos y estudiantes de la noche de San Daniel que produjo nueve muertos, y creyó impedir la revolución desterrando a varios generales, pero solo consiguió precipitarla, se hundía el sistema moderado y arrastraba consigo a la corona, ya que la revolución estaba fraguada, y el fin de la monarquía se acercó el 19/09/68 con La Gloriosa, al grito “¡Abajo los Borbones!, ¡Viva España con honra¡”. Isabel II de vacaciones en Guipúzcoa y abandonada de todos, marcha al exilio francés.
En 1870 abdicó en su hijo y confió, a Canovas del Castillo, la defensa en España de la restauración dinástica, que se logró, tras el fracaso del Sexenio Democrático, en 1874, con la entronización de su hijo, Alfonso XII. La reina madre, símbolo del pasado y desprestigio de los Borbones, regresó a España en 1876, severamente vigilada y bajo la prohibición de cualquier actividad política, y las desavenencias con el gobierno de Canovas, le decidieron a exiliarse definitivamente en París, separada de su esposo y de la política activa, donde permaneció durante treinta años, resentida y aislada, sobreviviendo a su madre 1878 su hijo 1885, su marido 1902 y a la mayor parte de sus amantes y amigos.
Murió en la mañana del 9/4/1904 en su residencia parisina. Sus restos fueron trasladados al Escorial para darle sepultura en el Panteón de los Reyes y como epitafio podemos citar las palabras de Pérez Caldos que la entrevistó poco antes de su muerte y en las que extremó su magnanimidad. Helas aquí:
“El reinado de Isabel se irá borrando de la memoria, y los males que trajo, así como los bienes que produjo, pasaran sin dejar rastro. La pobre reina , tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de la libertad, después hollada, escarnecida y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que la muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. Se juzgará su reinado con crítica severa; en el se verá el origen y embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón y a la caridad , como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió en perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue el haber nacido Reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano”.